Uno no llega a una fiesta y comienza a blastear a todo volumen la música de Leonard Cohen. No. La música de Leonard está reservada para lo íntimo, lo sagrado; las noches de recuerdos, aquellas en que los errores duelen y uno aprende a puntapiés la lección, las noches de nostalgia, de amor, de lujuria y de belleza.
A Leonard se le escucha con los mejores amigos de una vida, como Esteban Cisneros, a quien seguro le duele este día, lo sé porque hemos pasado años juntos y en esos años hablamos mucho de música, porque no hay nada más jodidamente importante que eso, y en esos años muchas de nuestras palabras han sido sobre Suzanne, The Stranger Song y Hallelujah.
A Leonard se le escucha cuando necesitas el consejo de quien ha vivido corazones rotos y corazones llenos de canción. A algunos no les parece que los músicos puedan ser poetas y yo opino que a esos les den por culo. Siempre he creído en decir las cosas de la manera más hermosa que sea posible y si alguna vez mis palabras han sido hermosas es porque lo aprendí de personas de poesía y música como este canadiense de hermosas palabras sobre el mundo, el sexo y el despecho y todo lo bueno y lo malo de este puto mundo. Y es que en ochenta y dos años, ténganlo por seguro, Leonard Cohen le cantó y le escribió a todas las cosas que importan. Y en el Siglo XXI esas canciones no deberían ser una lengua oscura y perdida, deben conocerse y sentirse por todo el mundo.
Y si la despedida es pretexto, pues que sea un gran pretexto para llenar de canción los timelines y los corazones. Que hace falta en estos días, carajo. Hay un Leonard Cohen triste y taciturno, uno violento, ensimismado y rencoroso, uno reflexivo, uno lujurioso y uno esperanzado. El que yo prefiero recordar es el que más me gusta. El que le canta a las mujeres que ha amado y a sus cuerpos, sus momentos sagrados juntos y a la felicidad del futuro. Yo no sé mucho de lo que va la vida, pero si alguien me va a dar consejos sobre eso, que sea este señor.